En su último libro, el biógrafo de Hollywood, Donald Spoto, intenta mostrar una imagen sencilla y amable de su gran amiga Grace Kelly. Pero al esforzarse tanto en retocar su lado oscuro al final solo se ve a una mujer compleja, distante y calculadora.
En 1954, un columnista anónimo afirmaba en Vogue: «La elegancia, belleza y buenos modales de Grace Kelly están cambiando la idea que Hollywood tiene de hacer grandes taquillas». En realidad, el texto lo había escrito un publicista de la Metro que se lo entregó a un redactor de la revista. Esta revelación que Spoto hace en su libro deja claro hasta qué punto todo estaba manipulado alrededor de la protagonista de Crimen perfecto y de los platós del Hollywood en general. Hablamos de una mujer de la que en otras biografías (Wendy Leigh, 2008) se ha dicho que, siendo una adolescente, sedujo al padre de una amiga e intentó ligar con un gánster de Philadelphia; que le gustaba acostarse con hombres a los que había conocido «un cuarto de hora antes» o que mantuvo un romance con David Niven hasta el final de sus días.
Pero en la década de los cincuenta, era la gran maquinaria de los estudios, y no los actores, quien empuñaba con mano firme las riendas del rentable negocio. Así, se obligaba a las futuras estrellas a cambiar su nombre artístico, se inventaban romances que disipaban cualquier duda de homosexualidad hacia el sospechoso de turno e incluso se reconstruía el pasado y el presente de quien fuese necesario para dar la imagen que de cada cual se pretendía.
Abundantes ejemplos: Rock Hudson la mayoría reconocerá que hasta poco antes de su muerte, a causa del sida, en los años ochenta apenas había escuchado nada de que el protagonista de Gigante fuese gay. Más bien al contrario, en el fondo de su retina permanecerán seguramente sus coqueteos con Doris Day en Confidencias a medianoche o su matrimonio con Phillys Gates.
De la misma manera, la industria cinematográfica logró perpetuar esa aura de chica estupenda pero de pocas luces que envolvía a Marilyn Monroe, idónea para los papeles que se le asignaban, aunque en la cabeza de Norma Jean hubiese mucho más que unas gotas de Chanel n.º 5
En el caso de Grace Kelly, tal y como afirma en esta biografía Donald Spoto, el trabajo fue más sencillo de partida: simplemente se trató de barnizar la imagen de una chica guapa y de buena familia de Philadelphia para esconder sus principales defectos -una ambición voraz y un carácter excesivamente caprichoso y voluble- y encasillarla en los roles adecuados que la aupasen al star system; Oscar incluido. El tiempo y las circunstancias se encargarían de forjar el mito de Grace. Su boda con el príncipe Rainiero de Mónaco y su muerte en accidente de tráfico, cuando viajaba en coche con su hija Estefanía, le dieron a esta actriz el brillo de estrella que le falta a Grace Kelly en una revisión póstuma de su trabajo cinematográfico.
Porque, en síntesis, el libro de Spoto, describe a Grace Kelly como: una chica de una familia bien, siempre enfurruñada porque su padre le hace más caso a su hermano que a ella, se encapricha finalmente con ser actriz de cine. Su familia, que no ha visto en ella grandes luces hasta el momento (con el tiempo su propia madre reconocerá que jamás habría soñado con que llegase a ser una estrella) deja finalmente que se marche a Nueva York hasta que se le pase el gusanillo. Eso sí, la internan en un hotel para señoritas -el ritmo de un novio a la semana que llevaba la jovencita Grace no le debía de resultar muy tranquilizador a esta familia católica de origen irlandés- y la matriculan en la Academia Americana de Arte Dramático.
Allí, con solo 19 años (y por mucho que Donald Spoto trate en su libro de pasar por alto los aspectos amorosos más sórdidos de su vida) conoce al director de teatro Don Richardson, casado y de casi cuarenta años, con quien mantiene un largo romance que la ayuda a situarse muy por delante de sus compañeras de promoción y a obtener papeles en series de televisión en una época en la que la necesidad de rellenar la programación obligaba a las cadenas a contratar a cientos de actores. La guerra entre las televisiones y el cine, deseoso de recuperar el terreno perdido con todas las tretas que fueran necesarias , beneficia a Grace Kelly, puesto que los estudios comienzan a robarles actores a las cadenas para que protagonicen una nueva era dorada de la gran pantalla.
Stewart, Kelly y Hitchcock |
Y en ese contexto, la futura princesa acaba en el reparto de películas como Mogambo, aunque sea de secundaria. Un salto cualitativo en su vida y en su carrera será la tormentosa relación que establece entonces con Clark Gable, casi treinta años mayor que ella, aireada hasta la saciedad por la Metro para dar más publicidad a la película. Sobre este asunto, Spoto dice que no cree que pasase nada entre ellos, porque así se lo dijo Ava Gardner, «y ella no era precisamente una mujer discreta». El caso es que la fama de Grace Kelly sube como la espuma y Alfred Hitchcock, un director de indudable talento pero también un tipo tan calculador fuera como dentro de los platós, decide reclutarla para Crimen perfecto.
La Metro Goldwyn Meyer, que por entonces no sabía muy bien qué hacer con ella, se la cedió gustosamente a la Warner. (Donald Spoto apunta que Hitchcock estaba seguramente «un poco» enamorado de la actriz, aunque matiza que al mago del suspense le pasaba lo mismo con casi todas sus actrices). Y así fue cómo Grace, aquella chica que en los descansos de los rodajes cultivaba la imagen de jovencita tímida y educada, luciendo unas gafas de pasta y recogiendo su pelo en un moño mientras hacía calceta, se encaramó a la primera división del cine hasta ganar un Oscar por La angustia de vivir y convertirse en la esposa de un príncipe europeo que buscaba el prestigio, de la misma manera que se había plantado en su momento en la Academia Americana de Arte Dramático sin hacer especiales méritos para ello: ayudada por su adinerada familia y más tarde por sus buenas compañías.
Grace y Alfred |
Las apreciaciones que en la academia habían hecho de ella a su ingreso («voz mal proyectada, temperamentalmente sensible y buena inteligencia, con mucho potencial») se habían convertido con el tiempo en una metáfora de su propia vida.
Esta es, claro está, una interpretación subjetiva de la biografía escrita por Donald Spoto. El autor, con un indisimulado tono paternalista en ocasiones (sobre todo cuando trata de justificar la obsesión de Grace por los hombres alcohólicos y violentos o su afición a romper matrimonios: lo hizo con William Holden, a punto estuvo con James Stewart) y de sumisión casi obscena en otras («desde 1975 hasta la muerte de Hitchcock en 1980 fui una especie de recadero que llevaba mensajes de Mónaco a Hollywood», escribe ), se plantea un trabajo destinado a argumentar la afirmación que hace en la introducción: «Grace era mucho más que una cara bonita»; y que inicia con un dato tan simple como pretendidamente demoledor: «Actuó en diez películas en solo cuarenta y dos meses».
Capilla ardiente de Gracia de Mónaco |
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