Un articulo interesante de Antonio Jiménez Barca en EL País:
El 8 de julio de 1940, dos semanas después de que las tropas de Hitler entraran en París, un diplomático español llegó a Lisboa y fue recogido de urgencia en el aeropuerto por el chófer del mismísimo duque de Windsor, alojado desde hacía días en Cascais, en casa del banquero más rico de Portugal. El diplomático se llamaba Francisco Javier Bermejillo y le apodaban, tal vez por su eficacia, El tigre. Acudía a una misión secreta en una ciudad fantasmal infestaba por entonces de espías británicos y alemanes que se iba llenando además de refugiados exhaustos que esperaban semanas en los cafés un visado que les sacara por el único portalón abierto en Europa de las llamas de la guerra.
En el aeropuerto con destino a Lisboa |
Recuerden la película Casablanca: el avión en el que parte Víctor Laszlo, Ilsa Lund y el corazón enamorado de Rick tiene como destino Lisboa. Ahora, un interesante libro recientemente traducido al portugués titulado Lisboa, a guerra nas sombras da ciudade da luz, 1939-1945, escrito por el historiador Neill Lochery, cuenta, además de la historia de Bermejillo y otras muchas, cómo era esa ciudad durante esos años en los que convivieron en un espacio reducido refugiados judíos desesperados por dejar atrás el nazismo, millonarios huidos que aprovechaban para adquirir a otros refugiados obras de arte a precios de ganga o escritores como Arthur Koestler, que vivía convencido de que los esbirros de la policía secreta portuguesa le iban a entregar un día u otro a los españoles para facturarlo después a un campo de concentración alemán. Por encima de todo, sabiéndolo todo, ocupándose casi de todo, estaba António de Oliveira Salazar, el siniestro dictador portugués en el poder desde 1932 y empeñado en que su país guardase una escrupulosa y lucrativa neutralidad. Para eso, Salazar, inteligente, astuto, cruel, pragmático, frugal, abstemio, adicto al trabajo y maniático del orden y la rutina, no dudó en jugar durante los años de la guerra con dos barajas y mostrar a alemanes y aliados sólo las cartas que le convenían a cada caso. Mientras, la ciudad, situada desde hacía décadas lejos de todo, se volvía de pronto una encrucijada necesaria en tiempos acelerados y peligrosos, poblada de personajes extraños, agentes dobles, huidos de guerra o miembros la casa real británica.
En esa Lisboa sinuosa aterrizó Bermejillo con el cometido de trabajar en lo que el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán denominaba Operación Willy, consistente en atraer a la causa nazi a Eduardo VIII, rey de Inglaterra durante 325 días tras abdicar en diciembre de 1936 para poder casarse con una norteamericana divorciada. El duque de Windsor, proveniente del sur de Francia y tras pasar por Madrid –y conocer allí a Bermejillo- tenía previsto, en principio, quedarse un par de noches en Portugal para después saltar en hidroavión hacia Londres. El mismo Churchill, consciente de las veleidades pro-alemanas del hermano del por entonces rey de Inglaterra y convencido de que los servicios secretos nazis tramaban algo trató de apresurar la salida del duque. Pero éste decidió quedarse más tiempo en la ambigua Lisboa de entonces, viviendo a todo trapo en la lujosa residencia de Cascais de Ricardo Espírito Santo, dueño del por entonces banco más importante de Portugal (aún hoy es una crucial institución financiera portuguesa), adicto al golf y a las cenas galantes y confidente de Salazar, que gracias a eso estaba al tanto de todo. Así, Eduardo se convirtió en el centro de una pequeña y secreta intriga internacional. Los alemanes pugnaban por convencerle para hacerle pasar de bando a fin de erigirle, más adelante y tras una proyectada invasión de Gran Bretaña, según Lochery, en la cabeza de un Gobierno títere. Churchill presionaba a su vez a través del embajador británico en Lisboa para que el noble abandonara cuanto antes de la ratonera pero el renuente duque de Windsor se negaba por considerar que en su país se le estaba tratando mal. La labor de Bermejillo consistió en conseguir en Lisboa los visados necesarios para que una criada de la pareja real pudiera desplazarse a Francia a recoger algunos objetos personales de la mujer del Duque de Windsor. Y luego, ya en Madrid, en retrasarlo todo a fin de que los alemanes contaran con más días para tratar de sondear y convencer al duque. Lochery cuenta que Eduardo llamó varias veces a la casa de Madrid de Bermejillo para preguntarle por sus gestiones pero que este se hacía el sueco para ganar tiempo. Mientras, Churchill, expeditivo, ofreció al duque un ultimátum y un puesto irrenunciable como Gobernador en las Bahamas para alejarlo del peligro (y de todo). Éste respondió que el cargo se encontraba por debajo de su dignidad y de su estatus pero, finalmente, aceptó, cogiendo el hidroavión el uno de agosto y deshaciendo para siempre la Operación Willy. Según Lochery, jamás tuvo muchas posibilidades de éxito debido a que el duque –aunque había hablado mal del Gobierno británico y peor de su familia en determinados círculos en Madrid- jamás pensó en serio en abandonar su país o su bandera.
Así, el duque de Windsor partió (sin recoger sus pertenencias francesas, por cierto) y abandonó para siempre Lisboa. La ciudad, por su parte, gozando - o soportando- ese papel de territorio neutral y última escapatoria para muchos, siguió dando cobijo durante esos años a todo tipo de personajes desquiciados. Los hoteles y las pensiones se llenaron de refugiados que aguardaban un visado para salir hacia Estados Unidos, los ricos en hidroavión con escala en Las Azores y los pobres en barco. Los muelles eran un hervidero de tipos dispuestos a jugársela por un pasaje y los cafés de los alrededores de la plaza de Rossio un galimatías de lenguas en el que se mezclaban el polaco, el francés, el alemán y el ruso. Había alemanes presionando al inmutable Salazar para conseguir wolframio –vital para los blindajes- e ingleses que contraatacaban para que el wolframio no saliera rumbo al oeste. Las calles se poblaron de policías portugueses con la orden de descubrir y detener a determinados expatriados comunistas y de vendedores de salvoconductos falseados. Ian Fleming espiaba para los servicios secretos británicos mientras se jugaba la pasta al 21 en el casino de Estoril y acumulaba experiencias que luego le iban a servir para sus exitosas novelas de 007; Max Ernst y Peggy Guggenheim escandalizaban a los pescadores de Cascais al bañarse desnudos en la playa; Marc Chagall paseaba por el Chiado su paranoia de sentirse perseguido por los nazis durante el mes que permaneció en Lisboa deseando cada mañana coger el barco que le sacara de una vez de Europa.
Fue, como bien describe Lochery, un tiempo extraño y fascinante que acabó cuando Salazar, al ver de qué lado se inclinaba la guerra, dejó de ser neutral y se alió con los que iban a ganar. Lisboa, bajo su mando omnipresente y letal, volvió a adormecerse y permaneció así 30 años, hasta que despertó la mañana del 25 de abril de 1974.
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