Ingrid Bergman |
Michael Curtiz, el director de Casablanca (1942), decidió que, cuando Bogart e Ingrid apareciesen juntos, de pié, en un mismo plano, él estaría sobre una tarima o unos ladrillos, y, si estaban sentados, él debería sentarse sobre unos cojines. Ella era considerablemente más alta que él. Quizás Bogart estaba ya acostumbrado a esa pequeña humillación a costa de su estatura, porque, de hecho, no pocas de las actrices de aquel Hollywood de los 50 y 60 del siglo pasado - empezando por la propia señora de Bogart, Lauren Bacall - le sacaban media cabeza, como mínimo, y lo de los ladrillos se ha sabido después de otros actores - de Alan Ladd, por ejemplo -, y del propio Bogart con otras compañeras de reparto.
Ingrid Bergman vivió 67 años justos (29 de agosto de 1915 - 29 de agosto de 1982), y brilló en las pantallas de todo el mundo, incluidas las domésticas de televisión, durante 27 años, desde que rodó Casablanca hasta que ganó el Emmy a la mejor actriz protagonista en una miniserie o un telefilm por Una mujer llamada Golda (1982). Entre medias, una carrera llena de éxitos artísticos y comerciales, 3 premios Oscar, 5 Globos de Oro, y un sinfín más de galardones y nominaciones. Y un Globo de Oro póstumo, en 1983, por el citado telefilm. Ingrid Bergman siguió trabajando hasta pocos meses antes de morir. Gracias a todos los personajes de su carrera, quizás Ingrid llegó a saber de verdad quién era: "Soy más yo misma cuando soy otra persona", dijo.
Según una encuesta del American Film Institute sobre los primeros 100 años del cine, Ingrid Bergman es la cuarta estrella femenina más importante de la historia, por detrás sólo de Katharine Hepburn, Bette Davis y Audrey Hepburn. Según la encuesta, la estrella masculina más importante es Humphrey Bogart. En esos 100 años, han pasado ante nuestros ojos y se nos han colado en el corazón decenas de actores y actrices hermosos, atractivos a su manera, dulces, ásperos, con enorme potencia sexual, con un halo erótico tranquilizador, fríos, ardientes, guapos pero desangelados, inquietantes, tranquilizadores, inolvidables, olvidados..., pero Bergman y Bogart, en esa película, Casablanca, son sin lugar a dudas la pareja que más y mejor han hecho que nos sintiéramos enamorados -los números uno de la lista también hicieron una película juntos con Oscar para ambos, la genial La reina de África con Bogart y Hepburn-, radiantes, invencibles, vulnerables, desdichados, inolvidables para alguien, condenados de por vida a añorar un lugar imprescindible y fugitivo llamado París, deseosos de emprender en cualquier momento el viaje a ese lugar siempre inalcanzable pero siempre necesario. De hecho, es la pareja - junto con la anónima del beso fotografiado por Robert Doisneau en la capital francesa liberada tras la Segunda Guerra Mundial - que más ha hecho por París. ¿Quién no recuerda la frase de Ricky (Bogart) a Ilsa (Bergman), en el momento de aquel adiós embriagado por el desconsuelo y por la niebla?: "Siempre nos quedará París". Por cierto: ¿no habría quedado rara, inverosímil, esa secuencia con Bogart diciéndole la memorable frase a Bergman mientras la miraba de abajo arriba, por culpa de la estatura? Suficiente para que Casablanca no fuese todo lo venerada que es y, quizás, para que Bogart y Bergman hubieran caído hasta puestos anodinos en la lista de las estrellas más importantes de los primeros 100 años del cine. Este agosto de 2015, Bergman habría cumplido 100 años.
A partir de Casablanca, Ingrid Bergman se convirtió en una de las actrices favoritas de millones de espectadores de todo el mundo, y, en particular, de millones de espectadores norteamericanos. Hasta que Italia se cruzó en su camino; en concreto, Roma, città aperta (1949), de Roberto Rossellini. Ese año, Bergman vio la película - probablemente en algún cine de Los Ángeles, probablemente acompañada de su primer marido, el dentista sueco Petter Lindström - y quedó tan impresionada que escribió a Rossellini, ofreciéndose a trabajar con él cuándo, dónde y cómo él quisiera (como ya hemos contado en otros post). Por entonces, las cartas transatlánticas tardaban siglos en llegar a su destino, pero Rossellini voló enseguida a Los Ángeles para conocer a aquella sueca tan fervorosa e impulsiva, además de tan bella, tan excelente intérprete y con tanto gancho para la taquilla. Bergman ya había ganado su primer Oscar con Luz que agoniza (1944), en la que sufría horrores por la perfidia lenta y calculadora de Charles Boyer. Los españoles de la época conocieron esa película como Luz de gas, y el éxito por aquí fue de tal calibre que del título español nació el reproche "hacerle a alguien luz de gas" - confundir a alguien de forma persistente hasta enloquecerlo -, con sus distintas variantes. El caso es que en Los Ángeles el señor Rossellini congenió muy bien con el matrimonio Lindström, pero un año más tarde, ya en Italia, acabaría congeniando escandalosamente bien con la señora Lindström.
En 1950, después de haber soportado ya por partida triple al gran Alfred Hitchcock - en Recuerda (1945), Encadenados (1946), y Atormentada (1949) - con resultados espectaculares, Ingrid Bergman rodó en Italia con Rossellini Stromboli, se enamoró de él y tuvieron un hijo. El escándalo fue mayúsculo. Todas las Iglesias habidas y por haber la condenaron, recibió cartas de antiguos fans enfurecidos que la llamaban de todo y pedían para ella la hoguera no por santa, como su Juana de Arco (1948) de Victor Fleming, sino por puta y bruja y, por supuesto, por mala madre, puesto que Bergman abandonó en Los Ángeles al señor Linström y a la pequeña hija de ambos, Pía, y acabaron declarándola persona non grata en territorio estadounidense.
Humphrey Bogart había definido a su Rick de Casablanca como un hombre que tuvo que elegir entre el amor y la virtud, y eligió la virtud. Ingrid Bergman había tenido que elegir entre la virtud y el pecado, y eligió el pecado, con mucho valor y con todas sus consecuencias. Exiliada, de facto, en Italia, Bergman rodó entre 1950 y 1956, a las órdenes de Rossellini, además de Stromboli, otras cuatro películas: Europa 51, Viaggio in Italia, La paura y Juana de Arco en la hoguera - Ingrid Bergman seguía ardiendo por pecadora en las llamas que escupían los fanáticos de la virtud -, y en Francia, dirigida por Jean Renoir, Elena y los hombres.
Ingrid y Cary Grant |
Además, a la pareja le dio tiempo a tener tres hijos: Roberto, antes de casarse, y, después de casados, las gemelas Isabella e Isotta. Para satisfacción provisional de los fanáticos, las películas con su segundo marido fueron en ese momento un fracaso - luego han sido reivindicadas y celebradas como, en general, se merecen - y eso, a lo que muchos virtuosos cazurros aplicarían sin duda el reaccionario dicho "en el pecado lleva la penitencia", provocó sin duda la ruptura de la pareja en 1957. Con lo que no pudieron los virtuosos fue con los hijos, en especial Isabella Rossellini, esa mujer hermosa, meridional, llena de clase y de una envolvente y nada agresiva carnalidad que le ha dado espesor cálido e intensidad luminosa todos sus trabajos en cine y publicidad. En cuanto a las relaciones de Ingrid Bergman con el resto de los hombres de su vida, conviene recordar que Alfred Hitchcok consiguió, en Encadenados, que ella y Cary Grant se dieran uno de los besos más largos del cine en tiempos de censura; en su vida privada, como se decía cuando había vida privada, Cary Grant era gay.
Redimida, ante los ojos de los virtuosos implacables, gracias a su separación y posterior divorcio de Rossellini, Bergman volvió al cine americano por la puerta grande. En 1956 rodó Anastasia - esa esplendorosa fantasía romántica sobre las emociones de la suplantación -, dirigida por Anatole Litvak y con un Yul Brinner arrebatador, y ganó su segundo Oscar como actriz protagonista, en medio del aplauso clamoroso de todo Hollywood, que daba así su perdón y su bienvenida a la hija pródiga.
A partir de ese momento, el prestigio de Ingrid Bergman como estrella cinematográfica no hizo más que crecer durante más de 20 años y su trabajo se diversificó hasta recalar incluso, en ocasiones, en comedias más o menos nobles, aunque siempre en papeles señoriales que ponían el contrapunto elegante y de calidad en medio de unos argumentos y unos elencos a veces no demasiado refinados. Ganó un tercer Oscar, esta vez como mejor actriz de reparto, por Asesinato en el Orient Express (1974) de Sidney Lumet y, sobre todo, firmó el colofón dramático de un deslumbrante trabajo en Sonata de otoño (1978) de su compatriota Ingmar Bergman.
Ingrid y Lars Schmidt |
Muchos de sus admiradores no pudimos disfrutar sus trabajos en el teatro, con obras de Eugene ONeill, Henrik Ibsen, Ivan Turguénev o George Bernard Shaw. Pero la pantalla nos acercó siempre una Ingrid Bergman palpable, acogedora, con la pasión exacta para cada personaje y cada momento, con esa mezcla de fortaleza y vulnerabilidad que permiten que cualquier hombre pueda creer que ella es una mujer necesaria en su vida, y cualquier mujer la vea como la mujer necesaria para cualquier hombre o, ya ahora, para cualquier otra mujer.
A finales de este agosto incandescente, Ingrid Bergman habría llegado a centenaria. Murió con 67 años. Pero, como en tantos casos y por fortuna, la muerte no es el final, y "las cosas fundamentales ganan a medida que pasa el tiempo", como dice la hermosa canción As time goes by, de Casablanca.
Fuente: El Mundo
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