A la venta un nuevo libro biográfico que tiene como protagonista a Gary Coper, con prologo de María Cooper, hija del actor: El universo de Gary Cooper de Notorious Ediciones.
Gary Cooper se miraba a los pies, sonreía al bies, con pudor, y encandilaba con sus ojos azules. Nadie mejor que él encarnó el rostro noble del sueño americano, bien como legionario en Marruecos, sargento de Tennessee o héroe, solo ante el peligro. Galán lacónico que montaba a caballo, se sabía mejor las curvas de sus compañeras de reparto que un diálogo que, en ocasiones, se esforzaba por olvidar en una ingeniosa técnica que le servía para evitar, sin enemistarse con nadie, las líneas más superfluas de un guión que no le gustaba. Su economía expresiva y su sosiego al hablar alarmaban a los directores, que asistían, sobrecogidos, al lucimiento del actor de Montana al positivar las escenas al día siguiente del rodaje. Solo la cámara sabía captar de verdad la esencia de un hombre apuesto con el don de acaparar miradas, capaz de resultar genuino aún con la mueca más impostada. Ya lo dijo su colega John Barrymore, en el mejor halago del que un intérprete puede presumir: «Este tipo es el mejor actor del mundo. Puede, sin ningún esfuerzo, conseguir lo que los demás intentamos durante años: ser natural».
El actor, más veces infiel que títulos en esa extensa filmografía que ahora recupera el libro colectivo «El universo de Gary Cooper» (Notorious Ediciones), nació casi con un nuevo siglo, en 1901, en una ciudad con nombre de mujer: Helena (Montana) . No podía ser de otra manera, siendo como fue el otro sexo el talón de Aquiles de un hombre sin mácula… excepto por los romances extramatrimoniales, la perdición que trajo de cabeza a su esposa, Verónica «Rocky» Balfe. A pesar del mote, la madre de su única hija aguantó estoica, sin asestar un merecido gancho. Y su hija, Maria Cooper, tampoco le guardó rencor, como prueba el prólogo que escribe en el que es el libro más completo sobre el actor editado en castellano, una carta de amor en la que alaba la humildad de un hombre «amigable con todo el mundo menos con los falsos» y donde recuerda las lecciones que le enseñó ese galán que se sentía tan cómodo en vaqueros como luciendo un frac de lazo blanco. «Una de las expresiones favoritas de mi padre, que yo adoro, es por supuesto del wéstern: “No hay caballo que no pueda ser montado. No hay jinete que no pueda ser descabalgado”. ¡Una lección de vida que nunca he olvidado!», afirma Maria Cooper.
Gary Cooper |
Quiso la casualidad, esa que le llevó a dejar su vocación de caricaturista por el mundo del cine, que Gary Cooper viniera al mundo en una noche de tormenta eléctrica, como el hijo remendado del doctor Frankenstein. También que con él compartiera los peculiares andares, lobotomizados en el monstruo de Mary Shelley, maltrechos y desgarbados en el intérprete, que arrastró toda la vida debido a una lesión de cadera mal curada.
De esa torpeza entrañable y también de sus aires de seductor nato hizo gala en muchos de los títulos que adornan sus extensa filmografía, repleta de tantas obras notables como líos de faldas con sus compañeras de rodaje. Patricia Neal, de la que se enamoró dos años antes de «El manantial», tan solo fue su idilio más escandaloso, el que desgastó un poco esa imagen de galán al que siempre se le perdonaban sus escarceos tras las cámaras. Como el que surgió tras su beso con Sara Montiel al final del wéstern crepuscular «Vera Cruz», el debut en Hollywood de la folclórica española, que no sabía hablar inglés pero se entendió de maravilla con el veterano adonis. Para el hombre que fue un sheriff «Solo ante el peligro», «El sargento York» o «Juan Nadie», interpretar al coronel Clint Maroon en «La exótica» fue simplemente una excusa para continuar su romance con Ingrid Bergman, con quien ya había coincidido en «Por quién doblan las campanas», de nuevo de Sam Wood, en un papel que logró gracias a su amistad con Ernest Hemingway.
Tal era la complicidad de Bergman y Cooper que, como un par de adolescentes que se doblaban los años -él rondaba la cuarentena y ella tenía quince menos-, Cooper la llamaba «francesita» y ella a él, «Texas», bromeando con sus personajes. Los rumores sobre la enésima infidelidad del actor, un deshonesto honrado, circulaban por los mentideros de Hollywood tan rápido como el Porsche con el que se estrelló James Dean mientras rodaba «Gigante», también una adaptación de Edna Ferber. Pero la prensa nunca se atrevió a dedicar a la pareja ni una línea, por respeto a una Bergman a la que tenían en un altar. Su conchabanza llegó también a oídos de Verónica Balfe, la mujer de Cooper, inmune ya a los líos de faldas de su marido.
Cooper y Bergman |
Además del idilio y una eterna amistad con la intérprete sueca, el oscarizado actor conservó también el sombrero Stetson blanco de «La exótica», que le regaló, junto a un revólver Colt del 45, a un amigo que quizás le despertaba su vieja vocación de pintor, Pablo Picasso. Fue otra vez Hemingway, a quien conoció durante la adaptación de «Adiós a las armas», el que los presentó, y a juzgar por el preciado obsequio parece que hicieron buenas migas. No tantas como con el escritor, con quien compartía el gusto por la caza y, a pesar del título de la película que les unió, también por las armas. Dos vividores que forjaron una hawksiana amistad, legitimada por tardes como la que compartieron con Clark Gable, en la que liquidaron a cincuenta conejos en un abrir y cerrar de ojos, como contaba una espantada Ingrid Bergman.
A la muerte del escritor, que se suicidó apenas dos meses después de que un cáncer batiera al eterno héroe clásico del cine, la actriz sueca le escribió a una amiga: «No hablemos de la marcha de Gary y Hemingway, me duele mucho. Es extraño ver cómo se fueron juntos. Creo que lo habían planeado. Escuché a un amigo en común decir que solían telefonearse todo el tiempo durante su enfermedad y reír: "Te reto hasta la tumba"».
Y así se fue un hombre que nunca se consideró actor, a pesar de tener tres premios Oscar y haber trabajado con Lubitsch, Fred Zinnemann o Howard Hawks, o de ser una de las grandes estrellas de todos los tiempos según el American Film Institute, donde ocupa el undécimo puesto. Siempre fiel a su estilo, carente de ego. «En su último mes de vida, mientras luchaba contra el cáncer que nos lo arrebató con tan solo 60 años, nunca le escuché quejarse, y lo único que dijo en tono lastimero fue: “¡Maldición, justo cuando comenzaba a cogerle el tranquillo a esto de ser actor!”», recuerda su hija en el libro.
Fuente: ABC.es
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