Aunque ya había rodado unas cuantas películas, la aparición de Audrey Hepburn subida a una vespa y abrazada a Gregory Peck por las calles de Roma supuso, además de la envidia internacional, un antes y un después en Hollywood.
No era para menos. La factoría de sueños estadounidense no dio crédito, cuando la vio, a la desbordante personalidad de aquella actriz. A su elegancia natural. A su tamaño como intérprete. A su saber estar. Y se rindió a sus pies, cómo no, premiando primero con un Oscar su papel en Vacaciones en Roma y nominándola años después por sus interpretaciones en Sabrina, Historia de una monja, Desayuno con diamantes y Sola en la oscuridad.
Este domingo se cumplen 20 años de su desaparición. Sin embargo, la estrella sigue viva, además de en sus películas, en las labores humanitarias que llevó a cabo en los últimos años de su vida en África, en sus vestidos –que aún se subastan–, en su mirada –perpetuada en carteles, mochilas y camisetas–, en su infinita timidez. ¿Cómo se puede morir después de haber dejado atónito al mundo entero sin apenas pretenderlo?
Probablemente ese estilo que tenía lo heredó de su madre, aristócrata holandesa. Aunque el hecho de vivir durante sus primeros años entre Bélgica, Reino Unido y Holanda también tuvo que ver con su glamour.
Pero Hepburn tuvo –a diferencia de muchas otras actrices de Hollywood–, gusto para lucir sin descaros todo lo que elegía. Desde el mítico vestido de Chanel o las gafas XXL de Desayuno con diamantes hasta aquellos zapatos llamados “masculinos” por no tener tacón. Su esbelta figura le hacía un enorme favor.
Vistiera lo que vistiera, fue, poco a poco, rompiendo moldes y cambiando los cánones de belleza, lo que hizo de ella una actriz que consiguió mucho más que interpretar.
Pero no sólo hay que recordarla hoy por su elegancia y belleza. Hepburn era buena actriz. Y aunque ser premiado por Hollywood no signifique necesariamente ser buen intérprete, entre la treintena de largometrajes en los que participó logró 2 Oscar y 3 Globos de Oro, a pesar de tener, entre uno y otro premio, 17 nominaciones.
Entre sus papeles más destacados figura, además del de Vacaciones en Roma y Desayuno con Diamantes, el de Sabrina. Dirigida por Billy Wilder, Hepburn se puso en la piel de la hija del chófer junto a Humphrey Bogart. O el de una religiosa belga en Historia de una monja, interpretación por la que estuvo nominada a un Oscar en 1959. Su última película fue Always, de la mano de Steven Spielberg. Eran los años 80, y la actriz estaba ya más pendiente de sus colaboraciones solidarias que del cine.
Alejada ya de la encorsetada fábrica de sueños que poco tenía que ver con su verdadero carácter, Hepburn decidió colaborar con Unicef. Apenas le quedaban unos años de vida –le diagnosticaron un cáncer–, pero quiso trabajar con la ONU sobre el terreno, y se fue a Etiopía, a Ecuador, a Venezuela, a Bangladesh, a Tailandia, a Somalia y a Sudán, entre otros países. Allí ayudó a niños a luchar contra la sequía y contra la hambruna, aunque participó en muchos otros programas. Y por esto Hepburn también ha de ser recordada hoy.
“Sé perfectamente lo que esto puede significar para los niños, porque yo estuve entre los que recibieron alimentos y ayuda médica de emergencia al final de la Segunda Guerra Mundial”, llegó a decir.
Meses más tarde de que diagnosticaran su enfermedad, la eterna Holly Golightly moría en su casa de Suiza el 20 de enero de 1993. Pero ese día tampoco dejó de ayudar a los niños. Sus hijos crearon la fundación Audrey Hepburn Children’s Fund con la que recaudan, aun a día de hoy, dinero para buenas causas.
“Si existiesen los ángeles, deberían tener los ojos, las manos, el rostro y la voz de Audrey Hepburn”, escribieron sus amigos sobre su epitafio. Veinte años más tarde, deberíamos parar a pensar si es verdad eso de que no existen
No hay comentarios:
Publicar un comentario