Bergman con su tercer Oscar |
Ingrid Bergman ha sido, después de Greta Garbo, la más insigne actriz sueca cuyo rostro ha sido universalizado por la industria de Hollywood, persistente raptora y usufructuaria de intérpretes nórdicas, como demuestran los nombres de Viveca Lindfords, Signe Hasso, Mai Zetterling, Marta Toren, Anita Ekberg y May Britt, estrellas nómadas a quienes resultó demasiado pequeña la catapulta del hoy modesto cine escandinavo. Como todas ellas, Ingrid Bergman fue también una estrella errante, arrebatada por SeIznik a los Estudios Estocolmo para repetir con ella en California el éxito de Intermezzo, junto a Leslie Howard, una de las cimas del cine romántico y lacrimoso de entreguerras. De este modo, después de que la cultura nórdica había regalado al mundo universal del espectáculo mitos femeninos tan perdurables como la Nora Ibsen y la señorita Julia de Strindberg, Ingrid Bergman regaló una sonrisa melancólica y un inédito rictus de patetismo a las pantallas de todo el mundo. Intermezzo fijó para siempre la imagen romántica de la actriz en el universo, más quietista que desmelenado, del melodrama cinematográfico, que tuvo su culminación en los años de la segunda guerra mundial.
En estos años difíciles en que la demanda colectiva de ternura y de afectividad ascendió a cotas proporcionales a la miseria del momento, la Bergman triunfó sucesivamente en Casablanca, Por quién doblan las campanas -en donde fue una improbable guerrillera republicana en una guerra civil española vista con óptica de western- y Los que agonizan, que, de la mano de George Cukor, le valió su primer oscar de interpretación. En esta pieza de terror psicológico posvictoriano, la Bergman contruyó el arquetipo de personaje tierno, vulnerable, frágil, perplejo y atormentado que con tanta frecuencia aparecería en su filmografía y que acaso sea su imagen más persistente en la memoria colectiva del público cinematográfico. La Paula de Los que agonizan tuvo su perfecta continuidad en los personajes atormentados o en las víctimas acosadas que encarné bajo la batuta de Hitchcock en Recuerda, Encadenados y Atormentada, filmes que formaron un memorable tríptico acerca del dolor y del sufrimiento femenino.
Personaje romántico
Pero si la Bergman había conseguido construir en la pantalla un eficacísimo personaje romántico, hecho de austera sensibilidad y de contenida elegancia, la vida real le daría la oportunidad de interpretar a una de las más bellas heroínas románticas de la posguerra. Fascinada hasta el escalofrío por la visión de Roma,ciudad abierta y Paisá, envió a Rossellini un telegrama efusivo y antológico que decía así: "He visto sus filmes Roma, ciudad abierta y Paisá, y me gustaron mucho. Si necesita una actriz sueca que habla inglés muy bien, que no ha olvidado el alemán, que no es muy buena en francés y que de italiano sólo sabe decir ti amo, estoy lista para viajar y hacer un filme contigo. Saludos cordiales.Ingrid Bergman".
El volcánico Rossellini contestó a la oferta profesional y sentimental con un apasionamiento latino que no desmerecía de la insinuación sueca, y de su encuentro chisporroteante nacieron cinco filmes y medio, un escándalo, un embarazo y una boda.
Durante el rodaje de Stromboli fue tan notorio el idilio entre la actriz y el director, que el Vaticano llamó al orden a la pareja, por estar ella casada y ser Rossellini católico. El caso es que el estreno de Stromboli coincidió con el nacimiento de Robertino y con el punto más alto del furor eclesiástico ante el adulterio público de dos grandes figuras públicas, bajo el pontificado vigilante y severo de Pío XII.
Curiosamente, las colaboraciones entre Rossellini y su actriz estuvieron impregnadas de un patetismo que no ocultaba sus raíces cristianas, que no debían confundirse con un confesionalismo institucional o político, como tuvo buen cuidado en puntualizar Rossellini en Europa 51, la que acaso fue su colaboración más redonda y su mejor reflejo de la crisis ideológica de la posguerra, fermentada por la focálización subjetivista del existencialismo francés.
Retorno al redil
Después del tormentoso paréntesis junto a Rossellini, Ingrid Bergman retornó al redil del establishment norteamericano, lo que le valió la recompensa paternal de un segundo oscar por su creación en Anastasia, filme coyunturalista acerca de la discutida herencia de los Romanof y de su presunta descendiente, sazonada con unas gotas de propaganda antisoviética. Algunos biógrafos han utilizado la palabra renacimiento para referirse a esta nueva etapa en la zigzagueante carrera de la actriz.
En realidad se trató de la etapa ecléctica de una estrella universalmente consagrada y reconocida, que le sentía demasiado europ ea para enfeudarse en la producción de Hollywood, pero que era a la vez demasiado importante para limitar su carrera a la declinante industria europea. Así, Ingrid Bergman tuvo la satisfacción de poder trabajar con directores del peso de Jean Renoir, de Stanley Donen y de Anthony Asquith, pero también tuvo que vender su talento a la máquina trivializadora del cine comercial de consumo, que como compensación a su servidumbre y a sus humillaciones artísticas le otorgó en 1974 el tercer y último oscar de su vida, por su papel secundario en Asesinato en el Orient Express, intriga erigida a la mayor gloria de Agatha Christie.
Bergman en Intermezzo |
Después vino la patética lucha contra el cáncer, el guión más trágico de todos los dramas dolientes que tuvo que vivir o fingir ante las cámaras. Aguantó con entereza el último acto de la representación de su vida, a sabiendas de que era el acto final, sin derecho a aplausos y con ramos de flores únicamente funerarios, mero adornante se puede hacer: suspender la actividad como alcalde durante el mes de la campaña y la propaganda electoral, pero no creo que haya mayor incompatibilidad y, en el caso improbable de que la hubiera, yo me inclinaría por la alcaldía".